Robert Graves (1895 - 1985) |
El grito
Cuando llegamos con nuestras bolsas al campo de criquet del manicomio, el médico jefe, a quien había conocido en la casa donde me hospedaba, se acercó para estrecharme la mano. Le dije que aquel día yo sólo venía a llevar el tanteo para el equipo de Lampton (me había roto un dedo la semana anterior, jugando en la arriesgada posición de guardar el wicket sobre un terreno irregular).
—Ah, entonces tendrá usted a un compañero interesante —me dijo.
—¿El otro tanteador? —le pregunté yo.
—Crossley es el hombre más inteligente del hospital —respondió el médico—, gran lector, jugador de ajedrez de primera, etcétera. Parece ser que ha viajado por todo el mundo. Le han mandado aquí por sus manías. La más grave es que es un asesino y, según él, ha matado a tres hombres y a una mujer en Sydney, Australia. La otra manía, que es más cómica, es que su alma está rota en pedazos, y vaya usted a saber qué querrá decir con eso. Edita nuestra revista mensual, nos dirige las obras teatrales navideñas, y el otro día nos hizo una demostración de juegos de manos muy original. Le gustará.
Me presentó. Crossley, un hombre corpulento de cuarenta o cincuenta años, tenía un rostro extraño, pero no desagradable. No obstante, me sentí un poco incómodo sentado en la cabina donde se llevaba el tanteo, con sus manos cubiertas de pelos negros tan cerca de las mías. No es que temiera algún acto de violencia física, pero sí tenía la sensación de estar en presencia de un hombre de fuerza poco corriente, e incluso tal vez, no sé por qué se me ocurriría, poseedor de poderes ocultos. Hacía calor en la cabina a pesar de la amplia ventana.